Los sucesos a continuación son totalmente reales, sobre un problema (EL problema) relacionado con el almacenaje de desechos nucleares.
* Aviso a la humanidad: “¡Aléjense de aquí!”
“Éste no es un lugar de honor,
lo que hay aquí es peligroso y repulsivo. Es mejor huir ahora”.
Enterrada a 700 metros bajo el desierto de Nuevo México, la Planta
Piloto para el Aislamiento de Residuos (WIPP)
es una especie de monstruo dormido. Hasta aquí llegan los residuos
transuránicos más peligrosos de EEUU, toneladas de basura procedente de
plantas
y armas nucleares que seguirán acumulándose en cámaras de hormigón hasta
su
cierre en el año 2070. Pero sus responsables son muy conscientes de que
el
peligro no habrá terminado hasta dentro de muchos miles de años.
“Nos pidieron que nos situáramos
en el peor escenario posible”, nos cuenta el profesor Finney en conversación
telefónica desde Hawái, “un futuro en el que ninguna de las lenguas actuales
siga viva y que todo nuestro sistema cultural haya cambiado por la propia
evolución o algún tipo de cataclismo. Y que transmitiéramos un mensaje muy
claro: no excaven aquí, manténganse alejados”.
Ben Finney, antropólogo y
especialista en cultura polinesia, es uno de los trece expertos seleccionados a
principios de los años 90 por el Departamento de Energía de Estados Unidos para
avisar a los hombres del futuro. Los elegidos debían
diseñar un sistema capaz de transmitir la idea de peligro, de forma universal,
durante un período de al menos 10.000 años.
“Ningún otro grupo de humanos
había recibido la misión de transmitir un mensaje a través de semejante valle
de tiempo”, asegura Jon Lomberg, artista y colaborador de la NASA. “El
problema es que necesitábamos un símbolo universal que no existe de forma
innata en la mente humana”. “Un signo”, resume, “que pueda ser interpretado
fácilmente por cualquier buscador o viajero que pase por el lugar en cualquier
época”.
Los expertos se dividieron en
dos grupos que después debían confrontar sus conclusiones. Una de las primeras
dudas que surgieron fue la conveniencia de señalizar el lugar o dejar que
pasara inadvertido.
El grupo A, al que pertenecía el
antropólogo Ward Goodenough, llegó enseguida a una conclusión. “Pensamos que
las imágenes por satélite acabarían revelando una anomalía en esta zona”,
asegura desde su despacho de la Universidad de Pensilvania, “lo que daría pie a
especulaciones y tal vez sería una invitación a excavar para encontrar una
respuesta”.
El grupo B, en el que trabajaron
Lomberg y Finney, se decidió en el mismo sentido. “Imagínate”, argumenta
Lomberg, “que los residuos empiezan a filtrarse a las aguas subterráneas y
miles de personas se ponen enfermas. La planta está situada en una zona de
minas, rica en recursos… Si alguien cava allí, merece saber el peligro que
corre. Tenemos esa obligación con el futuro”.
Pero la prueba más contundente
la tuvieron a las pocas horas de llegar al lugar. “Lo primero que hizo el
Departamento de Energía”, recuerda Finney aún emocionado, “fue meternos en una
furgoneta y llevarnos hasta un lugar del desierto, cerca del WIPP, donde el Ejército
había detonado bombas nucleares bajo tierra unos años antes”. Lo único que
marcaba el lugar, asegura, era un bloque de hormigón con una placa que había
quedado ilegible. “Cualquiera podía ir allí y llevarse una piedra radiactiva a
su casa. Aquello nos convenció de que debíamos marcar el sitio”.
La necesidad de saltar semejante
barrera generacional conllevaba un montón de implicaciones técnicas y
antropológicas. ¿Debía comunicarse con símbolos e imágenes o con palabras? ¿La
arquitectura del lugar debía ser amenazante o discreta? Las conclusiones de los
dos grupos fueron radicalmente diferentes en muchos aspectos, aunque partieron
de unas mismas instrucciones. El mensaje, según el Departamento de Energía,
debía comunicar algunas ideas básicas:
- Este no es un lugar de honor,
no se conmemora nada ni hay nada valioso.
- Lo que hay aquí es peligroso y
repulsivo. Es una forma de energía dañina para el cuerpo.
- El peligro está todavía
presente en vuestro tiempo, y lo estaba en el nuestro.
- El peligro aumenta a medida
que se desciende hacia el centro.
- No debéis alterar físicamente
el lugar, es mejor que huyáis y que nadie habite aquí.
Para transmitir estos conceptos,
el grupo A propuso generar imágenes que despertaran la sensación de horror y
enfermedad, advertir de la presencia de algo maligno. En el grupo B, en
cambio, consideraron que el lugar debía ser austero e informativo, una
invitación amable a conocer la verdadera naturaleza del lugar. “Las tumbas de
los faraones estaban llenas de figuras horribles que advierten de las
consecuencias de violar el santuario”, explica Jon Lomberg. “Y sin embargo
fueron saqueadas”.
Se discutió sobre la
universalidad de la figura humana, sobre los idiomas en que debía escribirse el
mensaje y hasta del sentido en el que debían leerse los pictogramas.
“Recordamos el caso de una mina de Sudáfrica”, relata Lomberg, “en la que un
pictograma mostraba a un minero empujando una vagoneta vacía, recogiendo las
rocas del camino y llevándoselas. Al cabo de un tiempo descubrieron que los
mineros estaban atascando los túneles porque leían el pictograma al revés, es
decir, de derecha a izquierda”.
Tras decantarse por pictogramas
que fueran leídos de arriba abajo (ninguna cultura lee de abajo arriba),
estudiaron también las pinturas rupestres y la manera en que los mensajes de
los humanos de otras épocas han llegado hasta nosotros. Incluso Carl Sagan, a
través de su amigo Jon Lomberg, les sugirió que recurrieran a la señal de los
piratas: la calavera y las dos tibias utilizada durante siglos como amenaza.
Después de muchas discusiones, el signo fue descartado porque en algunas
culturas orientales se asocia con enterramientos y monumentos funerarios.
Sobre el material con que debía
ser construida la estructura hubo consenso: no debía ser valioso, sino algo
resistente y barato, para evitar la tentación de robarlo. Pero sobre la escala
y la estética hubo discrepancias de fondo y soluciones muy diferentes.
El grupo A propuso la creación
de un sitio monumental, e incluso dibujaron diversas alternativas para marcar
el sitio con todo tipo de megalitos puntiagudos y aterradores. “Creíamos que
había que infundir miedo, poner todos los medios para evitar la intrusión en la
planta nuclear”, asegura Goodenough. Sin embargo, los componentes del grupo B
pensaban lo contrario: un sitio demasiado monumental podía provocar un efecto
no deseado. “Queremos que la gente se aparte de este lugar”, argumentaba
Lomberg entonces, “no que vengan de todo el mundo para verlo”.
El gobierno tiene el compromiso de ponerse manos a la obra hacia el año 2033. Una vez que la planta se llene de
residuos nucleares, también habrá un plazo de cien años en que será vigilada
por el ejército. El proyecto incluye la construcción de un gran sistema de
protección con varias torres de granito de diez metros de altura a lo largo de
unos 6 kilómetros de perímetro. En el centro de la planta habrá una inmensa
cámara con todo tipo de información en las seis lenguas oficiales de la ONU
(inglés, español, ruso, francés, chino y árabe), además del navajo, la lengua
de los nativos del lugar. En las paredes se esculpirán pictogramas repetidos en
distintos idiomas para que actúe, según Goodenough, “como una piedra Rosetta”
para los futuros visitantes. Y se repartirá la información sobre lo que
contiene este lugar por todas las bibliotecas del mundo.
“No sabemos si al final lo
marcarán o no”, duda Ben Finney. “Ahí tienen nuestras propuestas y pueden
usarlas o ignorarlas completamente”. Lo que tiene claro el viejo profesor es la
conclusión a la que llegó tras aquella experiencia: “Aprendí que fue terrible
desarrollar armas y plantas nucleares”, recuerda, “y que una vez desarrolladas
no tenemos sitio para dejar los residuos”. “Tal vez”, sostenía Woodruff
Sullivan en las conclusiones del proyecto, “el mensaje más importante nos lo
dimos a nosotros mismos”. O tal vez, como asegura Jon Lomberg, aprendimos una
lección aún más importante: “que no podemos proteger de su propia maldad a los
hombres del futuro”.
* Esta historia de ciencia está tomada del libro que recomiendo leer (se puede descargar legalmente por ahora) titulado "Que ven los astronautas cuando cierran los ojos" de Antonio Martinez Ron.